EL CORVINAZO.

Oct
2011
05

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Relato de Angel Fernández, (narrador profesional) con el que me une algunas decenas de años de buena amistad.

«La Erbosa, es un islote que se levanta sobre el mar algunas decenas de metros, frente al cabo Peñas. Conocido es por todos los pescadores la gran cantidad y variopinta fauna que hasta hace unos años esta isla escondía bajo sus aguas, en recodos, grietas y cuevas submarinas. Lamentablemente, esta abundancia ha quedado reducida -por causas que todos conocemos, nunca relacionadas con nuestro deporte- a escasos ejemplares de cada especie, que pugnan por sobrevivir entre interminables trasmallos, redes de malla microscópica, palangres kilométricos, nasas por doquier y demás artes (?) de pesca.

Por su parte oeste destacan los profundos farallones que se hunden en el mar, verticales anfractuosidades rocosas, paraíso de congrios y alguna que otra morena (15 kg. dio en la báscula la pescada por Constancio en agosto).

Aquí empezó mi pequeña odisea, cuasi tragedia.

En Verdicio embarcarnos Constancio, su yerno Pablo, tal vez el más experto lanchero de Asturias, Manolo el Ferre y yo. Llevábamos pescando unas cuatro horas, disfrutando de unas condiciones meteorológicas perfectas. El sol nos adormilaba al darnos de cara, mientras sobre la zodiac, nos trasladábamos de una zona a otra. En los Merendálvarez habíamos arponeado unos buenos ejemplares de pizcuervo en un sarguero, tras lo cual pusimos proa hacia el Bravo, donde Constancio pescó unos botones (el más pequeño rondaría los dos kilos), y seis furagañas, mientras yo tenía mis más y mis menos con un congrio que se resistía a hacer compañía a Pablo que vomitaba en la lancha, junto a un bicho parecido a la langosta, pero negro, y con dos pinzas enormes (por si esto lo lee la Consejería diré que no era un bugre, sino unos alicates oxidados). En las rocas denominadas El Centollo y El Centollín, por una vez, y sin que sirva de precedente, no hicimos acopio de los susodichos, sino juguetear con una pastinaca de unos 8 kilos aunque al final jugueteamos arponeándola. Tras subir a la Isla III, pusimos rumbo hacia la Erbosa, cabalgando sobre las olas que el Nordeste nos enviaba, cogiéndonos por la popa. La neblina que minutos antes se había levantado iba despejándose y la gran mole de piedra ocre y parda se concretaba a medida que nos acercamos, adquiriendo su inigualable e hipnotizante forma.

Saltamos de golpe al agua, asustando a unos muiles que serpentean en la superficie. Es casi bajamar, lo que nos ayudará en nuestro objetivo, al ser unos metros menos de descenso. A 16 m. de profundidad teníamos marcada una cueva de congrio que no visitábamos desde hacía semanas, y presumíamos que sería cueva con inquilino incluido. Tras una buena hiperventilación pulmonar inicio el picado. Unos segundos después me sigue Constancio. A 12 metros todavía no distinguíamos el fondo. Los pequeños botones y abadejos, picados por la curiosidad se acercan, sorprendidos por aquel extraño ser, cíclope de un solo ojo y aletas, que se deja caer, ingrávido, desde la superficie. Pero cuando la flotabilidad se ha hace nula, e inmóvil, caigo como una piedra, se esconden rápidamente entre las algas, manteniendo las distancias. Me dirigí a la grieta. Durante un segundo pude observar su enorme cabeza. De repente, levantando una pequeña nube de fango, se introdujo un palmo en su madriguera. Tras encañonarle con el haz luminoso de la linterna, en una fracción de segundo dos varillas de 6 mm. traspasaron su cuerpo. Tiramos con fuerza, y tras breve lucha, conseguimos sacarlo de la grieta. El congrio se retorcía sobre sí mismo, como un tornillo métrica 12×60, intentando desgarrarse. Lo consiguió a medias, desprendiéndose de un arpón, pero la otra varilla le atravesaba limpiamente la cabeza, por lo que desgraciadamente para el animal, la suerte estaba echada. Rápidamente subimos a la superficie, y con la ayuda de Pablo izamos el congrio hasta la zodiac, donde lo rematamos de una patada en los testículos.

Volvimos a saltar al agua, y me dirigí hacia unas rocas que el mar descubría y seguidamente arropaba, cubriéndolas con su edredón de espuma. ¡Toma ya!

Me sumergí buceé una decena de metros, pegado al fondo, casi reptando… ¡Y allí la vi!

Del susto se me bloqueó la glotis e instintivamente mordí el tubo con fuerza. En una cueva formada por grandes piedras desprendidas, se encontraba la más espléndida y hermosa corvina que jamás habían contemplado mis ojos desde mi época de pescador de perlas en el atolón de Palmerston (Tahiti). Sobrepasaría con creces los 45 kilos y verdaderamente su estampa era impresionante. (Estampa no, estampita es el timo que os estoy dando),

Se movía nerviosa, intentando introducirse hacia el final de la cueva, pero ésta no tendría más de 5 o 6 metros de fondo, mientras yo tapaba con mis atributos viriles la anchísima, pero a la vez única salida. Ahora sé que mi experiencia como portero de un top-less me salvó la vida. La corvina (llamémosla Pepiña, en homenaje a nuestro bienamado vicepresidente del Gobierno Pepiño Blanco) me miraba fijamente, no apartaba de mí uno de sus fríos ojos, su nerviosismo iba en aumento, incluso una vez pensé que me haría frente.

Mientras, gracias a mi asombrosa capacidad pulmonar, no tenia prisa en ascender, y mentalmente calculaba las posibilidades de sacarla.

Recordé en un instante lo leído sobre ellas, que tienen en la cabeza dos otolitos o bolitas calcáreas, que se pueden engarzar, formando bonitos collares, Pensé: «Con esta corvina ya tengo dos otolitos, así que si mato otras ocho o diez… tendré un collar de p… madre» puesto que cada otolito era tan grande como la barriga de Rogelio. Del dicho al hecho hay un trecho, el mismo que recorrió la varilla hasta incrustarse en su enorme cabeza. Súbitamente me sentí arrastrado por una fuerza brutal, pero no quise soltar el fusil, puesto que el día anterior había cambiado el cabezal por el nuevo metálico, y no quería perderlo. Por fin, a la media hora de lucha submarina, pude sacar la cabeza y coger aire, ya que empezaba a notar el primer síntoma de la falta de oxígeno: las ganas de respirar. Esto fue posible gracias a mi elevado grado de entrenamiento, ya que si no, difícilmente podría haber estado sin respirar ni siquiera veinte minutos.

De un brusco tirón, Pepiña volvió a meterme bajo las aguas, mientras Constancio intentaba agarrarse a una de mis piernas, y poder así frenar a la bestia. Por apenas unos milímetros no lo consiguió debido al peso extra, ya que durante las últimas 26 líneas estuvo cogiendo santiaguinos y la red pesaba mucho. La rabia empezaba a roerme los intestinos y empezaba a cansarme del juego a que Pepiña me estaba sometiendo. No podía permitir que dos horas después empezase la película de vaqueros de la TPA, y yo estuviera en el agua, así que avisé a Manolo. Mirándola fijamente, el Ferre asomó sus bigotes y se rió como sólo sabe hacerlo él. Inmediatamente, Pepiña fue víctima de un colapso y frenó bruscamente (para no atropellar a una vieja). Su cuerpo se movía bajo rítmicas sacudidas, estilo patexa. En ese espacio de tiempo aproveché para abrazarme a Pepiña y arrancarle una oreja de un mordisco, a la vez que le clavaba repetidamente el puñal en los ojos, con lo que casi la dejo ciega, o por lo menos con molestias.

Constancio llegó en mi ayuda, abatiéndola de un certero arponazo, y entre los dos, pudimos subirla a la superficie, donde gracias a la fortaleza de Pablo, izamos nuestra pieza hasta la lancha.

De camino hacia Gijón, vine pensando que tal vez habría alguien que no creyera en la veracidad de mi relato, a pesar de tener tres testigos presenciales: Constancio, Pablo “el yernu”, extraordinario lanchero, vomitador profesional en situaciones de mala mar, y El Ferre, de una imparcialidad y seriedad contrastada, En esa jornada que ahora recordamos con cariño, tan sólo echamos de menos a una persona, a nuestro amigo y compañero del APNEA, Javier , el cual nos hubiese echado una “manita” para capturarla.

Besos a todas

Angel»

 

 

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