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Por Gabriel Santullano en La Nueva España

26 octubre, 2014

OPINIÓN

El proceso de norteamericanización de España, iniciado por el dúo Felipe González-Alfonso Guerra y continuado por Aznar y Rajoy

José María Marcet, alcalde de Sabadell desde 1940 a 1960, dejó escrito en sus memorias que, terminada la guerra, los empresarios volvieron a hacerse cargo de sus industrias con la seguridad de que en lo sucesivo tendrían a los trabajadores férreamente sujetos a sus pies. Pero nada es eterno. La muerte de Franco obligó al capitalismo nacional a buscar un nuevo sistema para mantener esta sujeción. Por eso, la burguesía, demasiado marcada por el franquismo dio un paso atrás para situarse en una penumbra discreta. Se trataba de una retirada estratégica que le permitiría su modernización. Un proyecto sólo posible si se presentaba como la propuesta de una fuerza no contaminada por la dictadura y capaz de desvertebrar un movimiento obrero muy movilizado y organizado. Ésa fue la razón por la que el capitalismo norteamericano, a través de su representante consular en Europa -la socialdemocracia alemana- financió y orientó al PSOE para que contase con los medios económicos y doctrinales que lo capacitasen para dirigir las necesarias reformas. El resultado fue el pacto social. Impuesto a la izquierda rupturista por dicho partido, se plasmó en el denominado consenso. Este pacto, producto de la debilidad, el miedo y la traición, se convirtió en el orgullo de una generación, pese a los cerca de dos mil muertos que costó. Sus firmantes transigieron con la monarquía elegida por Franco; se comprometieron a olvidar los atropellos cometidos desde el golpe militar hasta 1978; aplacaron el movimiento obrero y ciudadano; colaboraron en la redacción de una Constitución que establecía una democracia de baja intensidad, que incluiría un Estado social y la modernización del capitalismo, y aceptaron unas normas electorales que propiciaron el turnismo bipartidista La ruptura quedó cautelosamente encarcelada en el corazón de unos cuantos resistentes.

Mientras esta carcoma felipista hacía su trabajo en el cuerpo social, empresarios y financieros preparaban los instrumentos que les permitirían justificar la organización del país de acuerdo con el modelo del capitalismo yanqui. Liquidado el tardofranquismo representado por Alianza Popular, ésta se transmutó en el Partido Popular, al que regaron con abundante dinero negro para que reconquistase la hegemonía ideológica. No obstante, y por si las moscas, incluyeron a algunos políticos en sus nóminas, lo que, llegado el momento, les permitiría gobernar sin pasar por las urnas, como en la época de Franco. Dando un paso más en su estrategia, situaron a sus voceros en cátedras universitarias, tanto públicas como privadas. El Instituto de Estudios Económicos, Fedea, Funcas, Faes, y otros burdeles de las malas ideas, fueron los encargados de pervertir a una sociedad, entre ignorante y descuidada, inculcándole las doctrinas que proclamaban el triunfo ineluctable del capitalismo salvaje, presentado como la única posibilidad de organizar la sociedad y asegurar el avance de la civilización. Por fin, utilizando el endeudamiento como caballo de Troya, se infiltraron en los medios de comunicación hasta poseer un auténtico monopolio sobre las tribunas desde las que se difundían las ideas hiperliberales abanderadas por el imperialismo financiero americano, que desde 1970 se gestaban en el Forum Económico de Davos. La prensa, que históricamente nació para controlar el poder político, acabó siendo su servidora.

Según el plan previsto, el socialismo felipista, que lo mismo espigaba en los campos del trabajo que segaba en los de las finanzas, se presentó a las elecciones con un programa deslumbrante de reconstrucción del Estado y modernización del capitalismo (norteamericanización). Acogido con esperanza tanto por la clase obrera como por la clase media, a las que se ocultó su verdadera trascendencia, y apoyado por el periódico “El País”, pronto se convirtió en una tarea nacional. Su aceptación en las elecciones de 1982 por una aplastante mayoría aterrorizada por la amenaza golpista propiciada con astucia por las cúpulas políticas, fue entendida por los vencedores como un cheque en blanco. Y es que, en tal estado de estupor, muchos fueron los convencidos por el lenguaje simple, sabroso y acompasado con el que el dúo jocoserio Felipe-Guerra difundió la agradable fantasía de que ya no había que luchar porque el Estado del bienestar sería como un padre que atendería solícito las necesidades de sus hijos. Éstos, embriagados aún por el paternalismo franquista, aceptaron plácidamente que el Estado entre compasivo y providencialista ofrecido por la socialdemocracia les solucionara todos los problemas.

Los nuevos gestores concentraron sus esfuerzos en los aspectos económicos: ayudas a la banca, reconversión industrial, inversión en obra pública y en fastos publicitarios. Algunas cosas, como el frente cultural, por ejemplo, quedaron en el limbo. De modo que, exceptuando el breve verano de la “movida”, que fue un fenómeno marginal alentado por la permisividad hacia las drogas, el nacionalcatolicismo mantuvo su preponderancia. En el aspecto político, las cosas cambiaron sólo de manera superficial. No era ésta una cuestión secundaria para un pueblo que desde 1900 a 1978, había pasado casi cincuenta años gobernado por dictaduras militares. Además, la totalitaria razón de Estado, que amparó crímenes bestiales, demostró el poco interés que tenían algunos en inculcar a los ciudadanos un espíritu verdaderamente democrático. La recuperación de la cultura republicana y de una auténtica ética civil fue una tarea que no se le ocurrió a nadie. En el ámbito de las libertades individuales, reconocidas las más elementales, las transformaciones profundas fueron escasas, pues no pasaron del nivel de la bragueta. Con todo, serían avances innegables la universalización de la sanidad y la extensión de la educación obligatoria y gratuita, aunque, como se vería después, ninguna de estas cesiones del capital venía para quedarse. Una consecuencia dramática de este tiempo de preeminencia felipista fue que la burguesía alcanzó uno de sus principales objetivos: la neutralización de la clase obrera. En poco tiempo, muchos cambiaron las ideas por los intereses, lo que propició el desarrollo de una masa sumisa, desclasada, consumista, divertida, individualista e insolidaria. Un hecho de enorme trascendencia fue que los neociudadanos nunca llegarían a recuperar el orgullo o el provecho de la libertad y de la participación política. Acostumbrados a su papel de súbditos, fueron invitados a desentenderse paulatinamente de las cosas públicas y de las organizaciones sociales que entorpecían el avance inexorable de los políticos profesionales, mucho más maleables.

La tarea de norteamericanización, iniciada a traición por Felipe González, la continuaría un Aznar que profundizó en la entrega de las mejores empresas públicas al capitalismo. Además, ambos políticos convertirían los partidos y la Administración en un territorio propicio a los enjuagues y picardías favorecedoras de sus respectivas parroquias. La sombra del caciquismo surgió amenazadora. Unos y otros crearon la burbuja inmobiliaria y el descontrol del crédito que acabaría llevando la economía al desastre. Tras Zapatero, que no hizo otra cosa que continuar el aznarismo económico, la culminación de este proceso fue la obra de Rajoy, que acometió la tarea de ponerlo todo patas arriba. En una auténtica orgía privatizadora, entregó al viejo y al nuevo capitalismo las riquezas públicas que aún quedaban; saneó las cuentas bancarias gratis et amore, hizo trizas las libertades democráticas y trituró los derechos sociales. Como apoteosis, cedió al Banco Europeo la soberanía nacional y proporcionó a los empresarios un operario incansable, puntual, dócil, que no se metería en huelgas, ni en política, y fuese sólo un complemento inteligente de las máquinas y de los sistemas de trabajo; que ofreciera su fuerza y su inteligencia a mitad de precio o por un tercio del salario normal de antes de la crisis, o que se explotara a sí mismo y estuviera dispuesto a aceptar cualquier tarea que se le propusiera y en el momento que sea, con alivio e incluso alegría, porque a buen hambre no hay pan duro. Es decir, Rajoy devolvió al capitalismo el paraíso perdido en el que durante treinta y nueve años habían tenido a los trabajadores férreamente sujetos a sus pies. Era el triunfo del proyecto diseñado para continuar la rapiña tras la muerte del dictador: el fin de la transición. La suya. La nuestra continúa y eso pese a que somos más y podemos más.

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