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FUENTE: LA NUEVA ESPAÑA.

La flota asturiana agoniza asfixiada por unas cuotas de captura que se revelan insuficientes para garantizar la viabilidad del sector.

Durante años se ha pescado de más con impunidad y ahora que Bruselas aprieta las tuercas afloran serios problemas estructurales

Imagínese un sector empresarial al que la Administración le limitase por ley la producción en aras a la pretendida conservación de los recursos naturales y que, además, los topes fijados sean tan bajos que no garantizasen la supervivencia a medio plazo de las empresas. ¿Qué ocurriría? Pues, siguiendo la lógica económica, un número determinado de empresas abandonarían paulatinamente la actividad por falta de rendimiento; no obstante, otras tratarían de subsistir aún a costa de burlar la ley, más aún si los controles administrativos para garantizar la limitación productiva son laxos.

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Imagine más: de repente la Administración descubre que los empresarios se saltan a la torera la normativa y decide enderezar la situación a fuerza de multas por incumplimiento de los topes de producción. Los empresarios estarían ante un serio dilema: respetar la ley y cerrar por falta de rentabilidad de sus negocios o pagar las multas y arruinarse. ¿Cree que alguna empresa seguiría adelante en estas condiciones? Probablemente no, ¿verdad? Pues se equivoca, existe un sector económico muy arraigado en Avilés que está sufriendo la situación descrita y, de momento, son minoría los empresarios que tiran la toalla: la pesca.

Los males presentes de la pesca avilesina -lo que es tanto como hablar de la asturiana, dado que Avilés concentra el 70 por ciento del movimiento pesquero regional- hunden sus raíces en la irreflexiva gestión pesquera de los años setenta y anteriores. La consigna entonces era bien sencilla: pescar y pescar, de todo y cuanto más mejor. El concepto de «sostenibilidad» no estaba todavía inventado y a casi nadie le importaba el estado de los caladeros, que se resintieron -¡y cómo!- de la sobreexplotación.

La entrada en la Unión Europea supuso para España la aplicación forzosa de la política pesquera común, basada en un modelo de cuotas máximas de captura (TAC) que pretende garantizar la explotación racional de las diferentes pesquerías. Lo novedoso del sistema obligó a España a acometer un ambicioso plan de reconversión de su flota, tan grande como ineficiente. Se sentaron así las bases de un sector moderno y, a priori, adaptado por tamaño a las posibilidades pesqueras de nuestros mares.

La teoría era impecable, pero la práctica fue un desastre. Ni las cuotas eran del tamaño que necesitaba la flota para ser viable a largo plazo ni los controles (inspecciones) fueron lo bastante eficaces para evitar que los armadores, como era de esperar, siguiesen pescando a mansalva sabedores de que: uno, tal práctica era generalizada; y dos, existía permisividad administrativa. Las consecuencias fueron dramáticas; por citar sólo una, el esquilmado del stock cantábrico de anchoa.

Pero había un problema: ¿cómo justificar ante Bruselas los excesos pesqueros? No fue difícil: los barcos trucaban sus diarios de a bordo, las rulas hacían lo propio con sus registros de desembarcos, los compradores, felices por la abundancia de pescado que llevar a los mercados y la Administración se limitaba a mirar para otro lado. O sea, todos se pusieron de acuerdo para hacer trampas jugando al solitario. Y todos quiere decir justamente eso: todos, desde Estaca de Bares a Tarifa.

Y así pasaron los años, en un estado de hipocresía generalizada que nadie osó cuestionar ni quebrantar para advertir de lo que unos pocos -eso sí, con la boca pequeña- veían venir: tarde o temprano a Bruselas se le caerá la venda de los ojos. Y la venda se cayó el año pasado. La implantación de medidas de control de la actividad de los barcos pesqueros como el diario de a bordo electrónico (en teoría imposible de «trucar») fue la primera señal del cambio.

El refuerzo de las inspecciones, tanto en mar como en tierra, ha sido la última vuelta de tuerca en la campaña de Bruselas por meter en vereda a los pescadores españoles y, a la vez, el detonante de una polémica que tiene a la flota asturiana en jaque. Dejando de lado el hecho de que, supuestamente, los pescadores asturianos son víctimas de un trato discriminatorio al ser inspeccionados más a menudo y con más severidad que los gallegos (siempre Galicia como referente), lo cierto es que sobran dedos de una mano para contar los barcos asturianos que pasarían la «prueba del algodón».

El hecho es grave, pero así lo admiten en conversaciones confidenciales los armadores y los marineros, aunque es de justicia precisar que su caso no es en absoluto diferente al del resto de los pescadores de la Cornisa. Este no es un mal asturiano, es un problema de ámbito estatal y tiene un agravante: los cupos no se pueden ampliar porque durante años España vino declarando, a la hora de revisar los TAC en Bruselas, un cumplimiento exquisito de las cuotas que tenía asignadas. ¿Cómo explicar ahora que no, que en realidad se pescaba de más?

Hoy, como herencia de ese pasado plagado de trampas, el sector pesquero asturiano camina por un campo de minas. Los cupos de captura asignados a las diferentes flotas son insuficientes a todas luces para garantizar la viabilidad de los barcos, más cuando los precios en rula del pescado tienden a la baja y los costes (en especial el carburante) se han disparado. Es una cuestión de echar números: cada barco sólo puede pescar equis números de kilos de pescado y el precio de subasta de las capturas es público, multiplíquense ambas cifras y luego réstense los gastos. La cifra resultante será negativa en un porcentaje muy alto de casos.

Hace años se hubiera soslayado esta cuestión pescando más del cupo, pero desde la pasada primavera esa artimaña le supone a los armadores arriesgarse a ser sancionados con multas millonarias. No obstante, tal es el grado de desesperación que no falta quien se la juegue. «Es un tema de vida o muerte, no pescamos de más por avaricia sino por supervivencia. Si vamos con la ley en la mano, el cupo asignado lo agotamos en seis meses, ¿de qué vamos a vivir el resto del año?», razonaba hace días un armador. «En la vida un paisano se había humillado tanto como yo delante de los inspectores… Y para nada», contaba otro anteayer tras haber sido objeto de una inspección saldada con multa de varios miles de euros.

La dinámica en la que ha entrado el sector pesquero por la presión que de unos meses a esta parte aplica el Estado -a quien, a su vez, aprieta Bruselas- tiene desquiciados a armadores y pescadores. Y debido a ese estado de ánimo pasan cosas tan insólitas como preocupantes: pescadores que regresan de la mar y, sabedores de que los inspectores de Pesca están en el muelle de la rula, fondean sus barcos en la bocana de la ría de Avilés hasta que reciben el aviso de que el campo está «despejado» para descargar el pescado, armadores que sopesan abanderar sus barcos en otros países para evitar las inspecciones, cajas de pescado escondidas en dobles fondos de los barcos, falsificación de registros de pesca… «Parecemos piratas o contrabandistas cuando lo único que queremos es pescar y que ese trabajo, el que llevamos haciendo toda la vida, nos dé para vivir», se lamenta un armador. Un deseo que, con el actual sistema de organización pesquera, se irá indefectiblemente por la borda.

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